El consumismo es una característica inherente a la sociedad del siglo XXI, que incluso ha adoptado su propio nombre: sociedad de consumo. Todas las personas, lo quieran o no, están inmersas en esa espiral consumista que abarca todos y cada uno de los aspectos del mundo actual. Ese afán derrochador se ve incrementado por la publicidad y la televisión, que condicionan el pensamiento y hacen creer a la gente que, para ser felices y tener valor como seres humanos, necesitan poseer la mayor cantidad de objetos posibles. Pero no sólo son las empresas y los anuncios los que instan a malgastar el dinero en objetos superfluos, sino también los propios gobiernos. Los políticos dicen que, para que el sistema capitalista se desarrolle o reflote si está en crisis, es necesario que la gente consuma, consuma y consuma. Lo que convenientemente no cuentan los mandamases es que detrás de ellos hay grupos de presión y grandes compañías que les presionan para fomentar el consumo y, por tanto, lucrarse a base de ellos con excusas baratas de prosperidad y desarrollo.
Por si no fuera suficiente con las presiones externas que incitan al consumo compulsivo, las propias empresas cuentan con sus “trucos sucios” para obligar a seguir comprando. Una de esas tácticas consiste en fabricar objetos de calidad cuestionable, que acaban por romperse ineludiblemente. En muchos casos es preferible reponer el objeto averiado en lugar de arreglarlo. Pero, ¿es ético fabricar objetos con la intención de que se rompa en un plazo más o menos corto de tiempo? En mi opinión, en absoluto. Pero no hay ninguna ley ni ninguna cortapisa que impida a estas compañías recurrir a tales tretas. Pudiendo lucrarse con tal facilidad, ¿para qué preocuparse de conceptos tan abstractos, a la par que poco rentables, como son la moral y la ética? Si no producen beneficios, mejor guardarlas en el fondo de un cajón, donde no molesten.
Desde pequeñitos, se ha implantado a los seres humanos la obligación (más que necesidad) de consumir. La publicidad deja latente que, si no se posee un determinado coche o se carece de un determinado utensilio de cocina, se es un fracasado en la vida. Se apela a las emociones, a la satisfacción personal, a estar orgulloso de uno mismo y a que los demás te vean como un triunfador para obligarte a comprar un determinado objeto que, objetivamente, no proporciona esa felicidad que se publicita. Pero las personas, incluso las que presumen de ser ajenos al sistema, caen inexorablemente en la trampa. Trabajan para consumir. Consumen para intentar ser felices. Pero no lo consiguen. Por eso necesitan trabajar más para comprar más. Aún así, a base de materialismos, no suelen el tan anhelada felicidad.
Los centros comerciales, epicentros del mundo consumista por excelencia, se han convertido hoy en día en la mejor forma de pasar el tiempo libre. No hay más que ver la inmensa afluencia de gente que pasea por estos grandes almacenes cada fin de semana. Los centros comerciales ofrecen todas las formas de ocio y consumo imaginables: decenas de tiendas especializadas y adaptadas a los más variopintos gustos (ropa, cerámica, colchones, juguetes, utensilios de golf,…), salas de juego, cines, restaurantes… Y, por si fuera poco, cada escaparate está decorado de una forma única que invita al descuidado e inocente paseante a caer en la tentación. Muchas tiendas se han convertido en centros de ocio por sí mismas. Un claro ejemplo es la ciudad de Nueva York, donde se encuentra el máximo exponente del sistema: Times Square. Aquí las tiendas son puro espectáculo. La tienda Disney está decorada con enormes peluches de dibujos animados, tiene una pantalla gigante donde se proyectan películas y un trenecito donde viajan los personajes más célebres de la factoría circula por el techo de la tienda. La jugetería Toys´r´us tampoco se queda corta y ofrece a sus clientes, además de una fotografía-recordatorio y personajes disfrazados… ¡una vuelta en noria! Por un módico precio, claro está. En una sociedad con tal sobreabundancia de productos, ofrecer bienes de consumo ya no es suficiente para llamar la atención: los nuevos tiempos exigen imaginación y espectáculo.
El consumo desmedido no sólo tiene efectos negativos en el bolsillo y la deshumanización de los individuos inmersos en dicha espiral. El proceso de fabricación de estos útiles pasa por encima de naturaleza y de los propios seres humanos sin ningún pudor. Destrucción de bosques, contaminación de ríos y mares, expulsión de gases tóxicos a la atmósfera, desertización, extinción de especies animales y vegetales,… y todo ello de forma indiscriminada, sólo por el afán de seguir alimentando la espiral de consumo. No sólo es el medio ambiente el que se deteriora por los caprichos del hombre, también los propios seres humanos son explotados en las fábricas. Trabajan de sol a sol sin recibir un salario digno, inhalan los gases tóxicos, desarrollan enfermedades o carecen de condiciones adecuadas de trabajo. Por no hablar de la explotación infantil. Muchas empresas trasladan sus fábricas a países donde la mano de obra es más barata y se aprovechan incluso de los niños. No paran de llegar rumores de casos de explotación infantil a nuestros oídos, pero, aunque no dudamos en criticar con voz firme esta aberración, seguimos comprando los productos de estas marcas.
El sistema capitalista y ultraconsumista del siglo XXI pide a gritos un cambio a un modelo sostenible que viva en concordia con el entorno y no necesite de la explotación humana para alcanzar sus fines. Culpamos a los gobiernos, a la flaqueza de las leyes y el sistema judicial o a la maldad de empresarios y grandes compañías productoras de las aberraciones del sistema, dando por sentado que, como individuos, somos demasiado insignificantes para lograr algo por nosotros mismos. Error. Lo primero es mentalizarse de la importancia del “yo” y exigirse a uno mismo lo que se les va a exigir a los demás. Cuando asumamos la responsabilidad que nos toca, será cuando podamos empezar a cambiar las cosas.